Una vez, en un grupo terapéutico, una mujer que estaba muy afectada y muy dolida, en una situación personal muy complicada, hizo el ejercicio delante del grupo. Pensó mucho tiempo y dijo: ¿Qué recibí?. Y anotó: “Nada”. Y agregó: “Por lo tanto me faltó : Todo”.
Cuando hice la devolución, tuvo que darse cuenta que ella vivía en el mundo exigiendo “todo” a cambio de lo cual no daba “nada”.
Y por supuesto que lloraba todo el tiempo sus carencias y su soledad.
Y por supuesto que se quejaba de la injusticia de que nadie le quisiera dar lo que ella necesitaba.
Porque estaba puesta en este lugar: buscaba a alguien que le diera “todo” a cambio de “nada”.
La vida es una transacción: dar y recibir son dos caras de la misma moneda. Si la moneda tiene una sola cara, es falsa, cualquiera sea la cara que falte. Es de todas formas dramático que alguien no quiera recibir “nada” a cambio de darlo “todo”.
Había una vez, en las afueras de un pueblo, un árbol enorme y hermoso que generosamente vivía regalando a todos los que se acercaban el frescor de su sombra, el aroma de sus flores y el increíble canto de los pájaros que anidaban entre sus ramas.
El árbol era querido por todos en el pueblo, pero especialmente por los niños, que se trepaban por el tronco y se balanceaban entre las ramas con su complicidad complaciente.
Si bien el árbol tenía predilección por la compañía de los mas pequeños, había un niño entre ellos que era su preferido. Éste aparecía siempre al atardecer, cuando los otros se iban.
- Hola amiguito – decía el árbol, y con gran esfuerzo bajaba sus ramas al suelo para ayudar al niño en la trepada, permitiéndole además cortara algunos de sus brotes verdes para hacerse una corona de hojas aunque el desgarro le doliera un poco. El chico se balanceaba con ganas y le contaba al árbol las cosas que le pasaban en la casa.
Con el correr del tiempo, cuando el niño se volvió un adolescente, de un día para otro de visitar al árbol.
Años después, una tarde, el árbol lo ve caminando a lo lejos y lo llama con entusiasmo:
- Amigo... amigo... Vení, acercate... Cuánto hace que no venís... Trepate y charlemos.
- No tengo tiempo para esas estupideces –dice el muchacho.
- Pero disfrutábamos tanto juntos cuando eras chico...
- Antes no sabía que se necesitaba plata para vivir, ahora busco plata. ¿Tenés plata para darme?.
El árbol se entristeció un poco, pero se repuso enseguida.
- No tengo plata, pero tengo mis ramas llenas de frutos. Podés subir y llevarte algunos, venderlos y obtener la plata que querés...
- Buena idea – dijo el muchacho, y subió por la rama que el árbol le tendió para que se trepara cuando era chico.
Luego arrancó todos los frutos del árbol, incluidos los que todavía no estaban maduros. Llenó con ellos unas bolsas de arpillera y se fue al mercado. El árbol se sorprendió de que su amigo no le dijera ni gracias, pero dedujo que tendría urgencia por llegar antes que cerraran los compradores.
Pasaron casi diez años hasta que el árbol vio otra vez a su amigo. Era un adulto ahora.
- Que grande estás – le dijo emocionado -, vení subite como cuando eras chico, contame de vos.
- No entendés nada, como para trepar estoy yo... Lo que necesito es una casa. ¿Podrías acaso darme una?
El árbol pensó unos minutos.
- No, pero mis ramas son fuertes y elásticas. Podrías hacer una casa muy resistente con ellas.
El joven salió corriendo con la cara iluminada. Una hora mas tarde llegó con una sierra y empezó a cortar ramas, tanto secas como verdes. El árbol sintió el dolor, pero no se quejó. No quería que su amigo se sintiera culpable. Una por una, todas las ramas cayeron dejando el tronco pelado. El árbol guardó silencio hasta que terminó la poda y después vio al joven alejarse esperando inútilmente una mirada o gesto de gratitud que nunca sucedió.
Con el tronco desnudo, el árbol se fue secando. Era demasiado viejo para hacer crecer nuevamente ramas y hojas. Que lo alimentaran. Quizás por eso, cuando diez años después lo vio venir, solamente dijo.
- Hola. ¿Qué necesitás esta vez?
- Quiero viajar. Pero ¿qué podés hacer vos?. No tenés ramas ni frutos para vender.
- Qué importa, hijo –dijo el árbol -, podés cortar mi tronco, total yo no lo uso. Con él podrías hacer una canoa para recorrer el mundo.
- Buena idea – dijo el hombre.
Horas después volvió con un hacha y taló el árbol. Hizo su canoa y se fue. Del árbol quedó sólo el pequeño tocón al ras del suelo.
Dicen que el árbol aún espera el regreso de su amigo para que le cuente de su viaje.
Nunca se dio cuenta de que ya no volverá. El niño ha crecido y esos hombres no vuelven donde no hay nada para tomar. El árbol espera, vació aunque sabe que no tiene nada mas para dar.
Repito. Nuestros condicionamientos han hecho de nosotros estos que somos, pero seguimos pudiendo elegir.
Nota: Solo falta un último fragmento del libro el camino del encuentro.
Cuando hice la devolución, tuvo que darse cuenta que ella vivía en el mundo exigiendo “todo” a cambio de lo cual no daba “nada”.
Y por supuesto que lloraba todo el tiempo sus carencias y su soledad.
Y por supuesto que se quejaba de la injusticia de que nadie le quisiera dar lo que ella necesitaba.
Porque estaba puesta en este lugar: buscaba a alguien que le diera “todo” a cambio de “nada”.
La vida es una transacción: dar y recibir son dos caras de la misma moneda. Si la moneda tiene una sola cara, es falsa, cualquiera sea la cara que falte. Es de todas formas dramático que alguien no quiera recibir “nada” a cambio de darlo “todo”.
Había una vez, en las afueras de un pueblo, un árbol enorme y hermoso que generosamente vivía regalando a todos los que se acercaban el frescor de su sombra, el aroma de sus flores y el increíble canto de los pájaros que anidaban entre sus ramas.
El árbol era querido por todos en el pueblo, pero especialmente por los niños, que se trepaban por el tronco y se balanceaban entre las ramas con su complicidad complaciente.
Si bien el árbol tenía predilección por la compañía de los mas pequeños, había un niño entre ellos que era su preferido. Éste aparecía siempre al atardecer, cuando los otros se iban.
- Hola amiguito – decía el árbol, y con gran esfuerzo bajaba sus ramas al suelo para ayudar al niño en la trepada, permitiéndole además cortara algunos de sus brotes verdes para hacerse una corona de hojas aunque el desgarro le doliera un poco. El chico se balanceaba con ganas y le contaba al árbol las cosas que le pasaban en la casa.
Con el correr del tiempo, cuando el niño se volvió un adolescente, de un día para otro de visitar al árbol.
Años después, una tarde, el árbol lo ve caminando a lo lejos y lo llama con entusiasmo:
- Amigo... amigo... Vení, acercate... Cuánto hace que no venís... Trepate y charlemos.
- No tengo tiempo para esas estupideces –dice el muchacho.
- Pero disfrutábamos tanto juntos cuando eras chico...
- Antes no sabía que se necesitaba plata para vivir, ahora busco plata. ¿Tenés plata para darme?.
El árbol se entristeció un poco, pero se repuso enseguida.
- No tengo plata, pero tengo mis ramas llenas de frutos. Podés subir y llevarte algunos, venderlos y obtener la plata que querés...
- Buena idea – dijo el muchacho, y subió por la rama que el árbol le tendió para que se trepara cuando era chico.
Luego arrancó todos los frutos del árbol, incluidos los que todavía no estaban maduros. Llenó con ellos unas bolsas de arpillera y se fue al mercado. El árbol se sorprendió de que su amigo no le dijera ni gracias, pero dedujo que tendría urgencia por llegar antes que cerraran los compradores.
Pasaron casi diez años hasta que el árbol vio otra vez a su amigo. Era un adulto ahora.
- Que grande estás – le dijo emocionado -, vení subite como cuando eras chico, contame de vos.
- No entendés nada, como para trepar estoy yo... Lo que necesito es una casa. ¿Podrías acaso darme una?
El árbol pensó unos minutos.
- No, pero mis ramas son fuertes y elásticas. Podrías hacer una casa muy resistente con ellas.
El joven salió corriendo con la cara iluminada. Una hora mas tarde llegó con una sierra y empezó a cortar ramas, tanto secas como verdes. El árbol sintió el dolor, pero no se quejó. No quería que su amigo se sintiera culpable. Una por una, todas las ramas cayeron dejando el tronco pelado. El árbol guardó silencio hasta que terminó la poda y después vio al joven alejarse esperando inútilmente una mirada o gesto de gratitud que nunca sucedió.
Con el tronco desnudo, el árbol se fue secando. Era demasiado viejo para hacer crecer nuevamente ramas y hojas. Que lo alimentaran. Quizás por eso, cuando diez años después lo vio venir, solamente dijo.
- Hola. ¿Qué necesitás esta vez?
- Quiero viajar. Pero ¿qué podés hacer vos?. No tenés ramas ni frutos para vender.
- Qué importa, hijo –dijo el árbol -, podés cortar mi tronco, total yo no lo uso. Con él podrías hacer una canoa para recorrer el mundo.
- Buena idea – dijo el hombre.
Horas después volvió con un hacha y taló el árbol. Hizo su canoa y se fue. Del árbol quedó sólo el pequeño tocón al ras del suelo.
Dicen que el árbol aún espera el regreso de su amigo para que le cuente de su viaje.
Nunca se dio cuenta de que ya no volverá. El niño ha crecido y esos hombres no vuelven donde no hay nada para tomar. El árbol espera, vació aunque sabe que no tiene nada mas para dar.
Repito. Nuestros condicionamientos han hecho de nosotros estos que somos, pero seguimos pudiendo elegir.
Nota: Solo falta un último fragmento del libro el camino del encuentro.
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