En los años 80 yo volaba alto. Después de aprender de mi padre Fred, un constructor de Brooklyn y Queens, las esencias de la promoción inmobiliaria, llegué a ser uno de los grandes en Manhattan, construyendo el rascacielos Trump Tower, el Hotel Grand Hyatt, y muchos otros grandes edificios. Tenía un yate, un avión y un libro “bestseller”.
Los titulares de una revista decían: TODO LO QUE ÉL TOCA SE CONVIERTE EN ORO, y así lo creía yo. Nunca había conocido la adversidad. Pasé directamente de Warthon a la opulencia. Incluso en mercados modestos, compré propiedades baratas e hice un montón de dinero con ellas. Empecé a pensar que era algo fácil.
A finales de los 80 perdí la perspectiva. Había viajado a Europa para asistir a pases de moda, y ni siquiera miraba la ropa. Mi falta de atención estaba matando mi negocio. Entonces, el mercado inmobiliario se hundió. Debía miles de millones de dólares: 9,2 para ser exactos. Eso es nueve mil doscientos millones de dólares.
Ya he contado esta historia algunas veces antes, pero vale la pena repetirla: durante el “crash”, pasé al lado de un vagabundo en la calle y me di cuenta de que él valía 9.200 millones de dólares más que yo. Había visto un montón de amigos caer en la ruina, y nunca había vuelto a saber de ellos.
Los medios de comunicación me desayunaban todos los días. La revista Forbes, Business Week, Fortune, The Wall Street Journal, The New York Times… todos ellos publicaron grandes historias acerca de mi crisis, y parecía que un montón de gente se alegraba de ello.
Nunca olvidaré el peor momento. Eran las 3 de la madrugada. El Citybank me llamó a mi casa en el Trump Tower. Querían que fuera a sus oficinas inmediatamente para negociar nuevas condiciones con algunos bancos extranjeros (tres de los noventa y nueve bancos a los que yo debía esos miles de millones).
Es duro cuando tienes que decirle a un banquero que no puedes pagarle los intereses. Ellos no suelen ser muy amigos de esas palabras.
Una persona en Citybank me sugirió que la mejor manera de manejar esa difícil situación era que llamara personalmente a todos los bancos, y eso es exactamente lo que querían que hiciera, a las tres en punto de una fría madrugada de Enero con lluvia. A esa hora no habían taxis, por lo que caminé quince manzanas hasta el Citybank. Cuando llegué allí, estaba empapado.
Ese fue el momento más bajo. Habían treinta banqueros sentados alrededor de una gran mesa. Llamé a un banquero japonés, luego a otro austriaco, y luego a un tercer banquero de un país que no puedo recordar.
En mi libro El Arte de la Negociación, había advertido a los lectores que nunca garantizaran personalmente nada. Bien, yo no había seguido mi propio consejo. De los 9.200 millones de dólares que debía, había avalado personalmente mil millones. Era un pringado, pero un pringado con suerte, y agaché la cabeza negociando con algunos banqueros que lograron para mí un trato justo. Después de haber sido el rey de los ochenta, sobreviví a los principios de los noventa, y en la última mitad de los noventa estaba triunfando otra vez.
Pero aprendí la lección. Hoy en día trabajo igual de duro que cuando era un joven promotor en los 70.
No comentan el error que yo cometí. Manténganse alerta.
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