Midas fue un rey muy acaudalado que gobernó el antiguo país de Frigia (que ocupaba la mayor parte de lo que hoy es Turquía) entre los años 740 a.c. y 696 a.c.
Tenía todo lo que un mortal podía desear: un enorme castillo rodeado de grandes jardines y bellísimas rosas, una hija hermosa llamada Zoe y todo tipo de riquezas y placeres.
Pero aún con toda esa abundancia, el rey sentía que la mayor felicidad que experimentaba se la debía a su posesión de oro. Cuando se levantaba por las mañanas, lo primero que hacía era contar sus monedas de oro, y llegaba incluso a tirárselas encima en forma de lluvia. Esos parecían ser sus momentos de mayor felicidad.
Un día Sileno, que era un soldado del dios Dionisio, retornaba con su ejército de una batalla y decidió apartarse del resto y tomar hasta emborracharse y caer rendido en un jardín, que terminó siendo propiedad de Midas. Los jardineros del rey lo encontraron, lo ataron y lo llevaron ante él.
Midas, de haber querido, hubiese podido ejecutar a Sileno por su negligencia, pero este le narró al rey historias sobre un inmenso continente ubicado al otro lado del Atlántico, en donde no faltaban ciudades magníficas habitadas por personas gigantes, felices y longevos. Todo esto maravilló al monarca, que decidió no solo liberar a Sileno de sus cadenas sino también agasajarlo durante cinco días y cinco noches, antes de enviarlo escoltado nuevamente hacia el cuartel general de Dionisio, quien se puso muy contento al recuperar a su soldado, y fue a verlo a Midas para ofrecerle que le pidiese cualquier cosa con tal de recompensarlo.
Midas no lo pensó ni un segundo y dijo:
-Quiero que me concedas el don de que todo lo que toque se convierta en oro.
Al día siguiente, su deseo se había vuelto realidad. Al tocar una silla que se encontraba al lado de su cama pudo observar extasiado como se transformaba en oro puro al instante. Caminó por su castillo y la historia se repetía: todo lo que tocaba se convertía en objetos de oro brillante.
En un principio, Midas estaba muy feliz. Pero al sentarse a desayunar, comprobó horrorizado que no solo los muebles de la casa se convertían en oro al tocarlos, sino que también el pan, la leche y las frutas sufrían la misma alquimia, lo cuál le hacía imposible ingerir alimentos. Comenzó a llorar desesperado y su hija Zoe, al escucharlo, se acerco a consolarlo y al querer abrazarlo se convirtió en segundos en una estatua de oro macizo.
Midas se dirigió velozmente al lugar donde se encontraba Dionisio para pedirle de rodillas que lo eximiese de su deseo y poder recuperar a su hija. Dionisio le dijo que la única manera de cancelar ese deseo era que visitara el nacimiento del río Pactólo, cercano a la costa de egea, y se lavase en él, cosa que Midas hizo inmediatamente. En el acto, vio cómo unas pepitas de oro se desprendían de su cuerpo y se depositaban en la orilla del río, y se dice desde entonces que esa es la causa por la cuál la arena de ese lugar es más brillante y dorada de lo normal.
El rey tomó un recipiente, lo llenó de agua y lo llevó a su palacio para bañar a Zoe, que enseguida volvió a la normalidad. Luego, para celebrar que su hija estaba bien, donó todas sus posesiones materiales y se retiró a vivir junto a ella a una cabaña, sintiéndose muy feliz por el tesoro más importante que tenía que era el amor de su hija.
Esta leyenda puede dejarnos varias enseñanzas. En primer lugar, se puede reemplazar el oro por el dinero, los autos lujosos, el poder y/o cualquier otro tipo de materialismo. En Midas el deseo pasaba por lo material, y ponía en el oro el sentido de su dicha y felicidad, hasta que pudo darse cuenta de las cosas que eran realmente importantes en su vida.
¿Era el rey una persona ambiciosa? Contestar afirmativamente esta pregunta sería un error de concepción, ya que Midas puede ser acusado de codicioso, pero no de ambicioso.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1725681-historias-de-exitos-y-fracasos-codicia-y-ambicion
Tenía todo lo que un mortal podía desear: un enorme castillo rodeado de grandes jardines y bellísimas rosas, una hija hermosa llamada Zoe y todo tipo de riquezas y placeres.
Pero aún con toda esa abundancia, el rey sentía que la mayor felicidad que experimentaba se la debía a su posesión de oro. Cuando se levantaba por las mañanas, lo primero que hacía era contar sus monedas de oro, y llegaba incluso a tirárselas encima en forma de lluvia. Esos parecían ser sus momentos de mayor felicidad.
Un día Sileno, que era un soldado del dios Dionisio, retornaba con su ejército de una batalla y decidió apartarse del resto y tomar hasta emborracharse y caer rendido en un jardín, que terminó siendo propiedad de Midas. Los jardineros del rey lo encontraron, lo ataron y lo llevaron ante él.
Midas, de haber querido, hubiese podido ejecutar a Sileno por su negligencia, pero este le narró al rey historias sobre un inmenso continente ubicado al otro lado del Atlántico, en donde no faltaban ciudades magníficas habitadas por personas gigantes, felices y longevos. Todo esto maravilló al monarca, que decidió no solo liberar a Sileno de sus cadenas sino también agasajarlo durante cinco días y cinco noches, antes de enviarlo escoltado nuevamente hacia el cuartel general de Dionisio, quien se puso muy contento al recuperar a su soldado, y fue a verlo a Midas para ofrecerle que le pidiese cualquier cosa con tal de recompensarlo.
Midas no lo pensó ni un segundo y dijo:
-Quiero que me concedas el don de que todo lo que toque se convierta en oro.
Al día siguiente, su deseo se había vuelto realidad. Al tocar una silla que se encontraba al lado de su cama pudo observar extasiado como se transformaba en oro puro al instante. Caminó por su castillo y la historia se repetía: todo lo que tocaba se convertía en objetos de oro brillante.
En un principio, Midas estaba muy feliz. Pero al sentarse a desayunar, comprobó horrorizado que no solo los muebles de la casa se convertían en oro al tocarlos, sino que también el pan, la leche y las frutas sufrían la misma alquimia, lo cuál le hacía imposible ingerir alimentos. Comenzó a llorar desesperado y su hija Zoe, al escucharlo, se acerco a consolarlo y al querer abrazarlo se convirtió en segundos en una estatua de oro macizo.
Midas se dirigió velozmente al lugar donde se encontraba Dionisio para pedirle de rodillas que lo eximiese de su deseo y poder recuperar a su hija. Dionisio le dijo que la única manera de cancelar ese deseo era que visitara el nacimiento del río Pactólo, cercano a la costa de egea, y se lavase en él, cosa que Midas hizo inmediatamente. En el acto, vio cómo unas pepitas de oro se desprendían de su cuerpo y se depositaban en la orilla del río, y se dice desde entonces que esa es la causa por la cuál la arena de ese lugar es más brillante y dorada de lo normal.
El rey tomó un recipiente, lo llenó de agua y lo llevó a su palacio para bañar a Zoe, que enseguida volvió a la normalidad. Luego, para celebrar que su hija estaba bien, donó todas sus posesiones materiales y se retiró a vivir junto a ella a una cabaña, sintiéndose muy feliz por el tesoro más importante que tenía que era el amor de su hija.
Esta leyenda puede dejarnos varias enseñanzas. En primer lugar, se puede reemplazar el oro por el dinero, los autos lujosos, el poder y/o cualquier otro tipo de materialismo. En Midas el deseo pasaba por lo material, y ponía en el oro el sentido de su dicha y felicidad, hasta que pudo darse cuenta de las cosas que eran realmente importantes en su vida.
¿Era el rey una persona ambiciosa? Contestar afirmativamente esta pregunta sería un error de concepción, ya que Midas puede ser acusado de codicioso, pero no de ambicioso.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1725681-historias-de-exitos-y-fracasos-codicia-y-ambicion
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