Cerca de Tokio vivía un gran samurai, ya anciano, que se dedicaba a enseñar a los jóvenes.
Pese a su edad, corría la leyenda de que todavía era capaz de derrotar a cualquier adversario. Cierta tarde, un guerrero conocido por su total falta de escrúpulos, apareció por allí. Era famoso en todo el territorio por utilizar la técnica de la provocación.
Esperaba a que su adversario hiciera el primer movimiento y, dotado de una inteligencia privilegiada para reparar en los errores cometidos, contraatacaba con velocidad fulminante. El joven e impaciente guerrero jamás había perdido una lucha. Con la reputación del samurai, se fue allí para derrotarlo y aumentar su fama.
En el monasterio todos los estudiantes se manifestaron en contra de la idea, pero el viejo acepto el desafío. Juntos, todos se dirigieron a la plaza de la ciudad y el joven comenzó a insultar al anciano maestro. Arrojó algunas piedras en su dirección, le escupió en la cara, le gritó todos los agravios conocidos. Durante horas hizo todo por provocarlo, pero el viejo permaneció impasible.
Al final de la tarde, sintiéndose ya exhausto y humillado, el irrespetuoso guerrero se retiró. Desilusionados por el hecho de que el maestro hubiera aceptado tantos insultos, los alumnos le preguntaron: ¿Cómo pudiste, maestro, soportar tanta indignidad? ¿Por qué no usaste tu espada, aún sabiendo que podías perder la lucha, en vez de mostrarte cobarde delante de todos nosotros? El maestro les preguntó: Si alguien llega hasta ustedes con un regalo y ustedes no lo aceptan, ¿A quien le pertenece el obsequio? "A quien intentó entregarlo", respondió uno de los alumnos. Pues lo mismo sucede con la envidia, la rabia y las ofensas -dijo el maestro. Si no las tomas, quedan en el agresor.
Fuente: Un Camino De Luz, columna de Claudio María Dominguez del diario MUY del día jueves 29/05/14.